Franco-I

Yelidá

Un antes

Erick el muchacho noruego que tenía 
alma de fiord y corazón de niebla 
apenas sospechaba en su larga vagancia de horizontes 
la boreal estirpe de la sangre que le cantaba caminos en las sienes

En el más largo mes del año había nacido 
en la pesquera choza de brea y redes salpicada casi por las olas 
parido estaba entre el milagro del mar y el sol de medianoche 
de padre ausente naufragado 
nadador ya de algas profundas y arenas sorprendidas 
de escamas y de agallas y de aletas

Era el quinto hijo para el mar nacido 
Erick creció en su idioma de anzuelo y de corriente 
fuerza de remo y sencillez de espuma 
como todos los muchachos de la playa 
mitad Tritón y mitad Angel

Pero Erick no sabía nada de eso 
-pulso de viento y terquedad de proa- 
aprendió los nombres de los peces de las puntas y cabos 
la oración del canal y la bahía 
a los quince años conocía mil golfos 
y sin contar el ya remoto y salobre seno de la madre 
ni un solo pensamiento de noruega 
le había caminado entre las cejas rubias

En un anual calafateo de lanchas 
llamas estopa y brea 
Erick tenía veinte años y era virgen dentro de sus botas de hule 
y creía que los niños nacen así como los peces 
en la noche quieta de los reposos del mar 
pero el tío piloto contaba entre dientes largas historias de islas 
con puertos bruñidos y azules 
donde centenares de mujeres desnudas subían carbón al barco

donde había pájaros verdes hirviendo de palabras obscenas 
y donde en la noche florecía el burdel con hondo aliento de tam-tam

El tío mascullaba una lejana canción de sol y cocoteros 
en lengua que no podía ser noruega y que ponía 
en el pulso de viento de Erick pequeños remolinos

A los veintidos años Erick tenía la mirada gris azul 
densa de su alma puesta en dique 
y una voluntad de timón y de quilla 
por llegar a las islas de las montañas de azúcar 
donde -decía el tío- las noches olían a cedro como las barricas de ron 
Erick sabía que los marinos noruegos siempre desertaban en las islas 
pero cuando estaban bien borrachos los capitanes los metían a patadas 
en las bodegas sucias y entonces volvían a Noruega

flacos y callados y tristes

Con todo y las patadas el marino Erick ya estaba en ruta

Otro antes

Esta no es la historia de Erick al fin y al cabo 
que a los treinta años ya no era marinero 
y vendía arenques noruegos en su tienda de Fort Liberté 
mientras la esposa de Erick madam Suquí 
rezaba a Legbá y a Ogún por su hombre blanco 
rezaba en la catedral por su hombre rubio

Madam Suquí había sido antes mamuasel Suquiete 
virgen suelta por el muelle del pueblo 
hecha de medianoche a toda hora 
con hielo y filo de menguante turbio 
grumete hembra del burdel anclado 
calcinada cerámica con alma de fuente 
himen preservado por el amuleto de mamaluá Clarise 
eficaz por años a la sombra del ombligo profundo 
Erick amó a Suquiete entre accesos de fiebre 
escalofríos y palideces y tomaba quinina en grandes tragos de tafiá 
para sacarse de la carne a la muchacha negra 
para huyentarla de su cabeza rubia 
para que de los brazos y el cuerpo se le fuera 
aquel pulido y agrio olor de bronce vivo y de jungla borracha 
para poder pensar en su playa noruega con las barcas volteadas 
como ballenas muertas

Pero Suquiete lo amaba demasiado porque era blanco y rubio 
y cambió el amuleto de mamaluá Clarise 
por el corazón de una gallina negra 
que Erick bebió en viernes bajo la luna llena con su tafiá y su quinina 
y muy pronto los casó el obispo francés 
mientras en la montaña el papaluá Luipié 
cantaba el canto de la Guinea y bebía la sangre de un chivato blanco

En la noche sudada de fiebres y marismas 
Erick sin sueño marinero varado sobre la carne fría y nocturna de Suquí 
fue dejando su estirpe sucia de hematozoarios y nostalgias 
en el vientre de humus fértil de su esposa de tierra 
y Erick murió un buen día entre Jesucristo y Damballá-Oueddó 
apagado el pulso de viento del velero perdido en el sargazo 
su alma sin brújula voló para Noruega 
donde todavía le quedaba el recuerdo

de un pié de mujer blanca que hacía frágiles huellas en la arena mojada

Un después

Y así vino al mundo Yelidá en un vagido de gato tierno 
mientras se soltaba la leche blanca de los senos negros de Suquí 
alegre de todos sus dientes y de su forma rota 
por el regalo del marido rubio 
y Yelidá estaba inerme entre los trapos 
con su torpeza jugosa de raíz y de sueño 
pero empezó a crecer con lentitud de espiga 
negra un día sí y un día no 
blanca los otros 
nombre de vodú y apellido de kaes 
lengua de zetas 
corazón de ice-berg 
vientre de llama 
hoja de alga flotando en el instinto 
nórdico viento preso en el subsuelo de la noche 
con fogatas y lejana llamada sorda para el rito

Los otros sólo tuvieron la sospecha de un peligro cercano 
mientras Suquí descendía su alma por los caminos de noche de su entraña 
y engordaba en su alegría de matriz de misterio 
ternura de polen en su hija de llama 
para cuyo destino no tuvieron respuesta el gallo y la lechuza 
ni sabían nada el más sabio ni el más viejo

Los peces lo sabían y la noche y la selva y la luna y el tiempo de calor 
y el tiempo de frío 
y el alma de garra del pantano 
y el dios que enmaraña las raíce sy las empuja fuera de la tierra 
y el macho y hembra que en los cementerios 
enciende fuegos verdes sobre el vientre helado de los muertos 
y el que está en la garganta de los perros lejanos 
y el del miedo con sus mil pies y su cabeza cortada

Y ésta quiere ser la historia de Yelidá al fin y al cabo

Tacto de clave 
flanco sonoro al simple peso de la mirada 
paladar de fiera 
cuerpo de eterna juventud de serpiente nuevo para cada luna nueva 
completa para siempre como el mito 
hermafrodita en el principio del mundo 
cuando descuartizaron a los dioses 
enigma subterráneo de la resina y del ámbar

pacto roto de la costilla de oro 
traición hembra del tiempo libertada

Un paréntesis

Los liliputienses dioses infantiles de la nieve 
los viejecillos vestidos de rojo 
que sacuden la niebla de sus barbas 
y los que soplan sobre las letras sin rumbo de las veletas 
los habitantes del rescoldo 
los del viento ululante 
los que dibujan las árticas auroras 
los dioses de algodón y de manzana

que tienen largo el sur y corto el norte 
los que sobre la tímida y verde vida del musgo verde 
resbalan y juegan con las flores del hielo 
los hiperbóreos duendes del trineo y del reno 
supieron la noticia en lengua de disueltos huracanes lejanos

Sangre varega en la aventura de cosas de hombre 
por cosas de mujer se trasplantaba 
en islas de caracol y de pimienta 
perdida iba a quedar para su ártico 
en el flotante archipiélago encendido 
perdida iba a quedar para su mansa 
vegetación de pinos ordenada 
perdida iba a quedar para su lucha

de olas aceite y peces 
perdida iba a quedar para Noruega 
en las islas de fuego condenada

Viajeros por los hondos caminos del subsuelo adornados de tumbas 
donde dialoga el fósil con la raíz podrida 
y el hueso suelto espera la trompeta 
y se hace oscuro el secreto del agua 
que lava las pupilas insomnes del mineral perdido 
por la grieta y la gruta y el estrato 
los dioses de leche y nube con el sexo de niño 
buscaron al otro dios de los mil nombres

al dios negro del atabal y la azagaya 
comedor de hombres constelado de muertes 
Wangol del cementerio y del trueno 
el dueño del ojo vidriado de zombí y la serpiente

Buscaron a Ayidá-Oueddó que es la que pone 
a arder la lámpara roja del estupro 
la que en el hondo vientre de cueva del bongó mantiene 
las cien serpientes locas del dolor y la vida 
la que en la noche de Legbá suelta los perros del deseo 
la que está partida en dos mitades por sexo infinito 
maestra de la danza sagrada para llegar hasta ella misma 
domadora del grito y del espasmo.

Implorantes de llantos en sordina 
Casi borrachos ya de olor de isla 
los dioses de Noruega pedían salvar la última gota de la sangre de Erick

la escandinava inocencia de una gota de sangre

Buscaron a Badagris dictador de la puñalada y del veneno 
espíritu suelto de los cañaverales 
donde el tafiá es primero flor y luego miel 
el padre del rencor y de la ira 
el que enciende la choza al leve contacto de su mano negra 
y viola a todas las niñas en el vientre de las madres dormidas

Buscaron a Agoué dios ventrudo del agua 
mitad evaporado de sol y de brasa 
y mitad prisionero del pantano 
aburido de moscas y de olas 
en su casa de vientos y de esponjas

Hablaron con los ojillos azules entomados 
mientras la sangre se les iba haciendo de plata derretida 
porque Ayidá-Oueddó bailaba en el canto del gallo 
con los senos brillantes de sudor y de estrellas.

Pero aquella noche Yelidá había tenido su primer amante 
estaba tendida y fresca como una hoja amarilla muy llovida 
adolorida sin dolor casi despierta en la hamaca de un sueño tibio 
le vivía tan sólo un golpe amado de tambor en las sienes 
y en el vientre se le dormía la música y la danza

Por los caminos de la lombriz y de la hormiga 
rota toda esperanza regresaron.

Otro después

Con alma de araña para el macho cómplice del espasmo 
Yelidá por el propio camino de su vientre 
asesina del viento perdido entre los dientes de la gruta 
ahí se estaba vegetal y ardiente 
en húmeda humedad de hongo y de liquen 
caliente como todo lo caliente 
cosa de hoja podrida fermentada en penumbra tiempo y luna 
hecha de filtro y de palabra rara

en el agua del charco con su verde y su larva 
y su ala a medio nacer y su andar de meteoro 
Yelidá deshojada a sí y a no 
por éxtasis de blanco y frenesí de negro 
profunda hacia la tierra y alta hacia el cielo 
en secreto de surcos y en místico de llamas

Final

Será difícil escribir la historia de Yelidá un día cualquiera


florecitas

Regresar a las obras de Tomás Hernández Franco